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Ventajas de ser católico

Los Católicos son guiados por el Papa, legítimo representante de Cristo

Es Necesaria la Autoridad

En cada sociedad constituida, la autoridad es indispen­sable. En la familia el jefe es el padre; en la escuela es el maestro, en el ejército es el general, en el sindicato es el líder; en el municipio es el presidente, en el estado es el gobernador, etc. Imagínese usted una socie­dad, por pequeña que sea, que no tuviese una autoridad: se volvería en un manicomio. Los hombres nece­sitamos de un guía para conseguir un bien común, para vivir en sociedad.

Cristo, conocedor de las exigencias humanas, no podía cometer la imprudencia de constituir su Iglesia, el nuevo Pueblo de Dios, sin un representante suyo. Sa­bemos que la vida ordenada es una imagen de las obras de Dios, que crea el universo en orden admirable e insuperable. Por el contrario, el desorden es imagen de la actividad del demonio: recordemos !a torre de Babel. Cristo Jesús no podía dejar que su Iglesia viviera en la anarquía, porque equivaldría a confiarla al demonio. Fue por eso que, entre los que escuchan su palabra, escogió a 72 discípulos, enviándoles a predicar, y confiriéndoles poderes (Mt. 10, 7-8). Entre ellos escogió a 12 apóstoles, otorgándoles mayores poderes todavía (Mt. 18, 18.20). Luego nombró a Pedro, como su insustituible representante, llamándolo «piedra» sobre la cual El cimentaría su Iglesia. Sabemos que la «piedra angular» (Ef. 2, 20) es Cristo, y que sobre este fundamento los Apóstoles levanta la Iglesia (I Cor. 3, 11), que de él recibe esta firmeza v cohesión. Al nombrar a Pedro como «piedra», sobre la cual edifica su Iglesia, Cristo lo hace su representante y vínculo de unidad. He aquí el texto: «Tú eres Piedra, y sobre esta roca voy a edificar la Iglesia mía, y el poder de la muerte no la derrotará» (Mt. 16, 18).

Pedro, Vicario de Cristo

Estas palabras tienen un significado tan grande y tan claro, que no pueden ser desconocidas o desvirtuadas por nadie de los que quieren ser seguidores de Cristo. Pedro es Vicario de Cristo, que es el cimiento de la Igle­sia. Y para aclarar aún más la importancia de la auto­ridad que otorga a Pedro, le da poderes que rebasan todo límite humano y alcanzan los cielos: «Te daré las llaves del Reino de Dios; así, lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo» (Mt. 16, 19).

Es importante notar como esta declaración de Cristo sigue la profesión de fe de Pedro: al llegar a la región de Cesárea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: —¿Quién dice la gente que es este Hombre? Contestaron ellos: —Unos que Juan Bautista, otros que Elias, otros que Jeremías o uno de los profetas. El les preguntó: —Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo? Simón Pedro tomó la palabra y dijo: —Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mt. 16, 13-16).

Cristo no aprovechó la ocasión de una obra de caridad o de un gesto de valentía de Pedro para nombrarlo Jefe de su Iglesia, sino de una declaración doctrinal acerca de su divinidad. Esto quiere decir lo importante que es para Cristo que haya unidad en la fe. Para guardar este tesoro de fe, Jesús entrega simbólicamente a Pedro las llaves del Reino de Dios. Con este gesto Jesús le da su misma autoridad, haciéndolo su vicario en la tierra. En los Evangelios encontramos el momento en el cual Cristo da claramente a Pedro autoridad sobre los demás apóstoles: «Después de comer, le preguntó Jesús a Simón Pedro: —Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos? Contestó Pedro: —Señor, sí, tú sabes que te quiero. Jesús le dijo: —Lleva mis corderos a pastar. Le preguntó otra vez: —Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Contestó: —Señor, sí, tú, sabes que te quiero. Jesús le dijo: —Cuida de mis ovejas. Le preguntó por tercera vez: —Simón, hijo de Juan, ¿me quieres? A Pedro le dolió que le preguntara tres veces si lo quería, y le contestó: —Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero. Jesús le dijo: —Lleva mis ovejas a pastar» (Jn. 21, 15-17).

Los corderos simbolizan a los cristianos y las ovejas a los apóstoles. Un tercer texto que se refiere a esta elección de Pedro para ser Jefe de los Apóstoles, lo encontramos en Lucas: «—¡Simón, Simón! Mira que Satanás los ha reclamado a ustedes para sacudirlos como trigo. Pero yo he pedido por tí para que no pierdas la fe. Y tú, cuando te arrepientas, afirma a tus hermanos» (Lc. 22, 31-32).

Esto de «lleva mis ovejas a pastar», y esto de «afirma a tus hermanos», nos manifiesta la preocupación de Cristo por tener a su Iglesia bajo el cuidado de su vicario en la tierra: Pedro.

Necesidad de la Sucesión

Algunos dicen que el nombramiento otorgado por Cris­to a Pedro, se refiere solamente a su persona y no a sus posibles sucesores. Es verdad que no se lee en los Evangelios una referencia explícita de la sucesión de Pedro. Pero es también verdad que tampoco se lee que Cristo haya dicho a los Apóstoles que iban a tener sucesores, no obstante, ¿cuántos protestantes no aceptan esta sucesión apostólica?

Además de esto, tenemos dos motivos validísimos que nos aseguran esta sucesión. El primero es lógico, deducido de la voluntad de Cristo. El segundo es histórico.

Si Cristo sintió la necesidad de dejar a su Iglesia cimentada sobre una «roca» (Pedro), a pesar de que contaba entonces con pocos elementos, con mayor razón esta necesidad será válida después cuando los discípulos de Cristo aumentarían siempre más y se desparramarían por todo el mundo. Necesariamente este papel de Pedro de «apacentar los corderos y las ovejas», de «fortalecer a los hermanos» deberá estar a la altura de los tiempos.

Prueba Histórica

El otro motivo lo encontramos estudiando la historia. Al morir Pedro en Roma (64-67), su sucesor, el obispo que dirigía la Iglesia de aquel lugar, heredó su misma misión. Las primeras noticias sobre la cristiandad de Roma, después de esta fecha, proceden de Clemente Romano y de Ignacio de Antioquia. que escribieron hacia el año 100. Ambos nos dan noticias de la posición única que la Iglesia romana ocupaba ya entre las otras Iglesias, y que luego conservó. Al principio naturalmente no era necesaria una organización especial, como la tiene ahora; sin embargo, se consultaba a aquella co­munidad en los asuntos de importancia.

Hacia el año 90 una penosa cuestión agitó a la Iglesia de Corinto. Entonces se recurrió a Clemente, Obispo de Roma, que intervino con una carta llena de autoridad:

«Aquellos que no estén dispuestos a obedecer caerán en pecado grave. Ustedes nos procurarán alegría y júbilo, si obedeciendo a lo que nosotros les hemos escrito por el Espíritu San­to, reprimieran el ardor malo de sus resentimientos«.

De este modo se solucionó el conflicto. Hay que notar que cuando el Papa Clemente escribió esta carta, todavía el Apóstol Juan vivía en la cercana ciudad de Efeso; y además estaban vivos muchos sucesores del Apóstol Pablo, el evangelizador de Corinto.

Durante muchos años se conservó esta carta del Papa, que era leida en las asambleas litúrgicas como un documento sagrado. San Ignacio de Antioquia en el año 106 escribía a la comunidad de Roma:

«A la Iglesia que preside en la ciudad de la región de los romanos, digna de Dios, digna de honor, digna de bendición, digna de alabanza, digna de ser escuchada, digna en cantidad y presidente de la fraternidad según la Ley de Cristo«.

Conviene transcribir aquí el comentario que hace Daniel Rops en su «Historia de la Iglesia de Cristo» en el II Volumen Página 162-163:

Hay dos expresiones que merecen subrayarse: una, la de «que preside en la ciudad de la región de los romanos», fórmula que parece sobreenten­der algo particular, algo distinto con respecto a las demás Iglesias que se llaman simplemente por el nombre de su ciudad: Iglesia de Antioquia, Iglesia de Traites o de Esrnirna. Y otra, la de «presidente de la fraternidad», en griego del «agapé», palabra que, recordémoslo, en el cristianismo primitivo de­signaba a la misma unidad cristiana, es decir, a la Iglesia. Ignacio escribió tales frases el año 106. Unos treinta y cinco años después, Hermas, el autor de ese tratado místico de extrañas visiones, titula­do el «Pastor», al terminar su obra, confió al obis­po de Roma el cuidado de transmitirla a todas las iglesias. Poco después, un obispo de Frigia, llamado Abercio, al redactar su propio epitafio antes de mo­rir, contó en él, en términos simbólicos que hacen pensar en el Apocalipsis, que había ido a Roma llamado por el Buen Pastor, «para contemplar una majestad soberana y ver a una princesa vestida y calzada de oro», y que encontró allí a «un pueblo que llevaba un sello deslumbrante (el bautismo)». Y todavía algunos años más tarde, hacia 180, San heneo, obispo de Lyón, al definir la pureza de los dogmas frente a ¡as herejías gnósticos, citó como referencia decisiva la doctrina de Roma: «Porque, efectivamente, con esta iglesia y a causa de su ele­vada preeminencia, es con quien debe estar de acuerdo toda la Iglesia, es decir, todos los fieles dis­persos por el universo. Pues en ella es donde los fieles de todos los países han conservado la tradición apostólica».

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